La verdad me hizo libre

Un relato verídico de las luchas internas y dudas que sufrió una esposa, al saber que su esposo se había convertido y seguía a Jesús

Cuando mi esposo me confesó que había entregado su vida a Cristo, creí que se había vuelto loco. Él trató de explicar lo que sucedio, pero yo rechacé sus palabras con decirle que mis creencias y mi religión eran la única verdad. La iglesia de Cristo por seguro había de ser ésta en la cual nos habíamos criado. Jamás se me hubiera ocurrido que José o yo abandonaríamos alguna vez sus creencias. Tan ajeno me resultó este pensamiento que no pude comprender lo que sucedía ahora.

—No, tú no me comprendes —me dijo él—. Quisiera poder pintar un retrato de mi corazón para que tú comprendieras lo que te quiero decir.

—No —le respondí con disgusto—, más bien tú eres el que no me entiende a mí. —Y por más que le suplicara, él se aferró a su nueva fe; y por parte mía, ni siquiera por la mente me pasaba la posibilidad de cuestionar mis creencias. Las enseñanzas de nuestra niñez estaban arraigadas en lo más profundo de mi corazón.

José no me forzó a creer a su manera. Me dijo sencillamente que oraría por mí para que Dios iluminara mi corazón.

—También yo oraré por ti —le contesté— , para que Dios te traiga de nuevo al camino verdadero.

Luego de haber tomado esta decisión a favor de Cristo, José comenzó a viajar a otra aldea distante en donde se reunían algunos hermanos para tener cultos y estudiar la Palabra.

—Ven conmigo —me rogó un día—, me encantaría tenerte a mi lado allí en los cultos.

Decidí ir con él. Disfruté de los cantos lindos y la enseñanza clara, pero sentí pesar al pensar que estas personas estaban en un camino errado. No se me ocurrió que era yo la que estaba mal.

Después de haber ido dos veces, pensé que mejor no volvía . Asistir a otra iglesia era una muestra de deslealtad a la religión de mis padres. Además de eso, ¿qué dirían los demás? Ya se oían los comentarios de los vecinos.

—Ya te fuiste con tu esposo —me decían—, ¿Qué, te vas a convertir también?

Jamás —dije para mí. Nunca dejaría mi religión, no importa cuál fuera la creencia de José.

—Puedes asistir a esa iglesia si así lo deseas —le dije a él—, pero yo debo cuidar de mi bienestar espiritual. Escoge tu propio camino. Yo seguiré el camino que sienta ser correcto.

Creía que mi salvación la lograría con ir a misa todos los domingos y con comulgar fielmente.

Sabiamente, José nunca me presionó. A saber qué hubiese pasado si lo hubiera hecho. Le dije que si decidía argumentar conmigo para obligarm e a cambiar, me iría de la casa. Lo amaba como esposo, pero sus creencias me incomodaban.

Después de haber asistido dos veces a la iglesia de José, yo procuraba no ser vista de las personas de ese grupo. Al venir algunos de ellos a nuestra casa para compartir un estudio de la Biblia con José, me esforzaba en terminar todos mis compromisos para salir en cuanto llegaban. A menudo me encontraba con ellos mientras salía. El pastor me saludaba con amabilidad. Me preguntaba adónde iba y me invitaba a participar del estudio.

—No puedo; tengo que ir a una celebración de mi iglesia —le contestaba, y me apresuraba a salir. Estas personas por alguna razón me hacían sentirme incómoda.

Otras veces no lograba terminar mis quehaceres. Me quedaba en la cocina haciendo cuanto ruido podía, o me apartaba a otro cuarto de la casa. Con todo, bien se escuchaban los versículos y los comentarios. Me interesaba lo que oía; sin embargo, creía que estaba mal la enseñanza del pastor. Aun así, con el paso del tiempo comencé a reflexionar en lo que oía. Y para sosegar las preguntas que se levantaban dentro de mí, empecé a memorizar las citas bíblicas que leían para buscarlas luego en mi Biblia. Conforme iba leyendo estos pasajes bíblicos, descubrí que algunos de estos versículos contradecían las enseñanzas de mi iglesia. Esto despertó una inquietud dentro de mí: ¿acaso mi iglesia ignoraba algunas verdades de la Biblia?

A la misma vez, comencé a ver cambios en la vida de José. Se sacrificaba para oír la palabra de Dios. A menudo caminaba largas distancias de noche, y regresaba empapado por la lluvia. Al decirle algo, él respondía que las enseñanz as habían sido valiosas. Su rostro manifestaba el gozo de su corazón.

De ese tiempo en adelante se desató una lucha espiritual dentro de mí. Durante tres largos meses, estudié la Biblia, oré y lloré. Cuando José salía de la casa, yo buscaba su cuaderno de apuntes de la Biblia, y lo escudriñaba . Me resultaba difícil poder creer lo que leía. Si acaso la Biblia era cierta, ¡muchas de mis creencias que había aprendido eran falsas! La mente se me llenó de dudas y de preguntas. No sabía en dónde estaba, ni qué creía, ni cuál era la verdad. Me sentía sofocada por tanta incertidumbre; me sentía insignificante, como una gota en el mar.

Oraba, y decía:

“Jesús, ¿por qué? ¿Por qué tengo todas estas dudas? ¿Por qué no concuerdan estos versículos con la iglesia a la cual mis padres me llevaron? ¿No es ella tu iglesia? ¿No la fundaste tú? ¿Por qué me siento así? Por favor, quita de mí todas estas dudas y dame la seguridad que anteriormente sentía.” Lo que no percibía en ese momento era que Dios mismo me estaba acercando a Él cada día, en vez de estarme yo alejando.

Así seguí por un tiempo en mi casa, pensando, haciendo preguntas y orando, hasta sentirme sumergida en aguas profundas, a solas y sin escape. Nadie, ni siquiera José, sabía cuál era mi lucha. Casi no podía dormir y el apetito se me fue. Creía que me volvía loca. A menudo caía en mi cama y lloraba por horas seguidas. Los pensami entos seguían girando por mi cabeza. ¿Acaso estaba mal la iglesia de mis padres? ¿Acaso cometían un error al bautizar a los infantes? ¿Constituía un pecado el hecho de poner cierta confianza en los santos ya muertos, e incluso en la madre de Jesús? El versículo de Isaías 45:20 (Versión Latinoamericana) me hizo pensar, además, al decir que son ignoran tes y necias las personas que siguen procesiones de ídolos de madera, y que al mismo tiempo oran a ellos.

Sólo pensar en que yo pudiera estar en error me espantaba. Me consideraba devota, y poco semejante a muchos que viven una vida a medias. Aun era catequista, y les enseñaba a los niños las doctrinas de la iglesia. Desde mi niñez, había amado a Dios, y había buscado agradarle. ¿Podría ser posible que mis creencias hubieran sido erróneas, y que todas las cosas buenas que había hecho para agradar a Dios le eran una ofensa?

Me sentí tan pequeña e insignificante como una hormiguita el día cuando, al fin, reconocí que nunca me podría salvar lo que mis padres me habían enseñado, ni siquiera el inclinarse delante de los santos y las procesiones de las cruces. Clamé a Dios de todo corazón y le rogue que me perdonara.        

Ahora bien, había reconocido mi error y había tomado una decisión, pero me faltaba valor para compartirlo con alguien. El temor de lo que dirían los demás me tenía atada. Algunas veces intentaba decir algo en el estudio que se llevaba a cabo en mi casa, mas el nudo en mi garganta me impedía hablar. Durante casi un mes guardé silencio, deseando hablar pero faltándome el valor.          

Al  fin,  una  noche  a  una  hora  avanzada después de un culto, entregué mi vida a Cristo. Sucedió así: Un sobrino de José pidió hablar con el pastor, y nosotros le acompañ amos. Ellos hablaron un rato y luego el pastor pidió que lo acompañáramos en oración.      

Al terminar de orar, el pastor se volvió para verme. Quise evitar su mirada, con dirigir la vista a otro lado, pero no pude resistir su mirada. Sentía que miraba dentro de mi corazón y que todo quedaba al descubierto.       

—¿María, cuando se va a entregar a Cristo? — me preguntó. Sentía que me habían vaciado un balde de agua fría.

—Bueno… yo… —tartamudeé .  No podía hablar. Las manos me temblaban. Sin embargo, Jesús me dio fuerzas y poco a poco abrí mi corazón y pude compartir las dudas y la confusión que había guardado en mi corazón.

Al terminar de desahogar todo lo que llevaba adentro, el pastor me invitó a orar a Dios, y contarle todo lo que les había contado a ellos.

—Si no sabe cómo decirlo, puedo orar primero y luego usted lo repite —dijo él.

Yo me incliné ante Dios y oré, confesándole en arrepentimiento todos mis pecados, y recibiendo por fe a Jesucristo como el único Salvador de mi vida. Luego de orar, me quedé esperando a que el pastor continuara.

—Bueno —dijo él—, no hay más que decir. ¡Usted lo dijo todo!

Después de haberme entregado a Cristo, mi vida entera cambió en todo sentido. Sentí como si hubiese entrado en un mundo nuevo y desconocido. Ya no me preocupaba la duda que si me hubiera esforzado lo suficiente o si mi sacrificio de penitencia bastara para obtener el perdón de mis pecados. La sangre de Cristo abundaba para limpiar mi alma y borrar todos mis pecados. Descubrí que todas las obras que antes hacía para ganarme la salvación son como trapos de inmundicia para Dios. Nunca alcanzarían a pagar el precio de mis pecados, como dice en Tito 3:5. Ahora tengo la esperanza de vida eterna en Cristo Jesús y la presencia del Espíritu Santo que me guiará por toda mi vida.

 

Éste es un relato verídico ; solamente los nombres de las personas se han modificado.


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Español
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