Tenemos la costumbre de ver la niñez como un tiempo de inocente descuido, y olvidamos que el diablo está tan ocupado en tentar a los niños como a los grandes. Sigue una llamada a las madres a que cuiden bien la inocencia de sus hijas, tantas las pequeñas como las grandes.
A la sazón, Anita ayudaba a la señora Bernardo a coser la ropa de primavera y Verano de sus niñas. Ya le había ayudado por dos semanas el otoño pasado, y había sido tan lista e industriosa con la aguja, que la señora Bernardo la había contratado mucho tiempo antes para la costura de la primavera. Una amiga le había contado de la costurera joven, y algo de su vida.
Anita vivía en un centro de rehabilitación, y aún cuando su bebé tenía ya tres años de edad, todavía permanecía allí. La matrona la apreciaba por su gran ayuda en la costura de la institución. Y por ser una muchacha tranquila y de buen comportamiento, se le permitía trabajar fuera de la institución por una semana o dos de vez en cuando, para que pudiera ganar algún dinero para ella y su hija.
La señora Bernardo llegó a querer mucho a Anita, pues veía en ella una muchacha refinada y bien educada, que se había criado en un hogar decente. Anita siempre apreciaba la actitud amigable y bondadosa de la señora Bernardo, y por consiguiente, hacía lo mejor possible por complacerla.
Un día, cuando las dos estaban sentadas en el cuarto de costura dando los últimos toques a los vestidos de algodón para sus hijas, la señora Bernardo miró por la ventana y vio un carro que se había detenido al frente de la casa de sus vecinos.
—Mira, Anita —le dijo— ahí está Nina Pérez. ¿No te parece que es de lo más hermosa?
Una graciosa y esbelta muchacha iba caminando por la acera, y ambas mujeres la observaban con interés hasta que entró en la casa.
—Nina me recuerda un botón de rosa que se va abriendo ante mis propios ojos —dijo la señora Bernardo.
—Entonces, ¿es que ella vive en la casa vecina? No recuerdo haberla visto antes —replicó Anita.
—No, ésa es la casa de su tío. Nina es la hija del juez Pérez, quien vive en la Avenida B. Ella es la única hija, y sus padres la estiman como si fuese hecha de oro —dijo la señora Bernardo con una sonrisa.
—Una muchacha pura y hermosa vale mucho más que cualquier tesoro terrenal —dijo Anita seriamente.
—Eso mismo piensa la señora Pérez, y ella también es una madre muy buena, para mí es una madre ideal para una muchacha tan dulce. Ella está al tanto de todo lo tocante a la vida de Nina, pero también es muy cuidadosa en cuanto a cada asunto. Nunca se olvida que la muchacha es joven y que necesita cierta diversion con otros de su edad. Pero ni siquiera un descuido o un desliz le es permitido. No se le permite pasear de noche, ni tampoco reunirse con otros jovenes, sin que alguna persona adulta esté presente.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Anita.
—Tiene dieciséis años. La edad más hermosa de una niña, cuando se está convirtiendo en mujer. Y también, es el período más crítico de su vida, cuando más que en ninguna otra época necesita el tierno y prudente cuidado de su madre. Ah, y cierto que la señora Pérez me ha sido una bendición en este respecto. Cuando mis propias niñas lleguen a la edad de Nina, voy a cuidarlas de la misma forma —dijo la señora Bernardo.
Hubo una corta pausa, y luego Anita miró a la señora Bernardo y dijo:
—Pero, Señora Bernardo, ¿por qué esperar hasta que se estén transformando en lindas jóvenes para brindarles todos esos cuidados? ¿Por qué no brindárselos ahora?
—Pero no son más que niñas —respondió la señora Bernardo un poco sorprendida—; todavía no lo necesitan, o por lo menos no en la misma forma.
—Yo sé que así es como lo ven la mayoría de las madres, pero también sé que es un error muy grave —dijo Anita tristemente—. Tenemos la costumbre de ver la niñez como un tiempo de inocente descuido, y olvidamos que el diablo está tan ocupado en tentar a los niños como a los grandes.
—Bueno, yo sé que los niños son tentados a inventar mentiras y a engañar a sus padres, y aun a tomar lo que no les corresponde; pero seguro, Anita, no puede usted pensar que la cuestión de su virtud afecta a una niña tanto como a una adulta —dijo la señora Bernardo.
—Tal vez no, pero lo que quiero decir es que la pureza de las niñas muchas veces se halla en peligro —dijo Anita—. Yo creo que muchas de las muchachas que caen a los dieciséis a veinte años de edad (y eso a pesar del cuidado tierno y vigilante de su madre) podrían haberse salvado de ese horrible pecado si sus madres les hubieran brindado la misma protección y cuidado cuando tenían sólo seis a diez años.
La señora Bernardo miró a la joven mujer en silencio, demasiada sorprendida para poder hablar.
—Escuche usted, Señora Bernardo —dijo Anita— usted sabe que yo tengo una hijita sin padre en el centro, pero usted no sabe los particulares de mi vida personal. Con todo y aunque me duela, voy a contarle la historia, con la esperanza de ponerle en alerta con respecto a sus propias hijitas: Mi madre fue una Buena mujer, pero ella no entendía que desde el momento en que una niña comienza a jugar con otros niños, cada día en la vida de esa niña es muy crítico. Al igual que usted, ella pensaba que la misma inocencia de la niñez me llevaría a salvo a través de esos tiernos años. Luego, al entrar en la edad de la adolescencia, cuando me convertía en mujer, ella fue muy tierna y solícita conmigo y se puso en guardia. Pero ya era demasiado tarde. Yo ya había comenzado a cometer errores cuando tenía sólo ocho años.
—¡Qué terrible! —gritó la otra mujer.
—No se puede decir que yo fuera una niña muy pervertida; pero sí, tenía toda la curiosidad de descubrir todos los misterios de la vida, al igual que otros niños. Y puesto que me dejaban jugar en la huerta, en el monte y en el amplio granero en la finca de mi papá, con toda libertad y por largas horas con los demás niños y niñas del sector, tuvimos toda la oportunidad de decir y hacer tantas cosas que nuestros padres no soñaban. Y aún así —continuó Anita con una sonrisa amarga— he oído a madres de ese sector decir que no había lugar más apropiado en que nosotros, los niños, jugáramos que en el granero grande y viejo, con su establo y montones de heno suave y fragante.
En este momento la señora Bernardo hizo un súbito movimiento, como para levantarse de su silla, y echó una mirada inquieta por la ventana trasera que daba al garaje, el lugar donde más les gustaba jugar a sus niñas y sus amiguitos. Pero se sentó luego, cuando Anita continuó contando su historia.
—Ciertamente sabíamos que éramos niños malos, muy malos, pero el diablo susurraba a nuestros oídos, diciendo que no importa lo que los niños hagan cuando son tan jovencitos, que nos olvidaríamos de esas maldades cuando fuésemos mayores, y que llegaríamos a ser dulces y bonitas como las señoritas grandes que conocíamos. Esto continuó una y otra vez por varios años. Para cuando tenía doce años, empecé a darme cuenta de que no era tan fácil ser una señorita dulce e inocente como antes lo había pensado. Ciertamente quería serlo, pero el recuerdo de esos errores feos me derrotaba. Sentía que nunca podría ser como las muchachas sin manchas negras en su niñez porque habían sido cuidadas mejor que yo. “¿Para qué sirve tratar de ser pura y dulce ahora?” me preguntaba; “ya soy diferente y nada lo puede cambiar.” Crecí sin temores, y ya usted sabe el resto de la historia.
Para este instante, la muchacha estaba llorando, y al limpiarse y enjugar sus lágrimas, exclamó:
—¡Ojalá, que las madres se diesen cuenta de cuán preciosa es la pureza de las niñas! Si así lo pensaran, no serían tan descuidadas, ni tampoco supondrían que todo está bien. Muchas madres parecen pensar que la pureza de una niña es una cuestión para el futuro, pero no lo es. Es una cuestión para ahora, y puesto que los padres no lo creen, dejan a sus hijos juntarse con quien quieran sin supervisión ni cuidado alguno. También le digo que el pecado es más común entre los niños de lo que usted se imagina.
”También quisiera decirle algo más, Señora Bernardo, algo que quizás me cueste su amistad, y es que los vestidos que hemos hecho para Dorotea y Miguela no son modestos. Sé que están de moda, pero creo con todo mi corazón que el diablo diseña las modas para las niñas de hoy en día. No me sorprende tanto que la gente del mundo se rija por esas modas, pero lo que no puedo entender es que ustedes, como madres cristianas, se conformen con esos estilos y manden a sus hijitas medio desnudas a la calle, por ser la moda.
”Ahí está, por ejemplo, Miguela que tiene doce años de edad y muy grande para sus años. Es muy natural que a usted ella le parezca ser sólo una niña, pero ella no luce como tal en los ojos de la gente. Ella se está desarrollando rápidamente y pronto pasará de la niñez a la juventud. Pero, así, entre las medias y esos cortos vestidos que apenas terminamos para ella, hay un largo tramo donde sus piernas están descubiertas, enseñando también sus muslos. Los vestidos para Dorotea son aun peores. Ni siquiera tienen mangas en la blusa, y los cuellos están cortados muy bajo.
”También sé que Dorotea tiene apenas seis años, pero Señora Bernardo, ¿cómo puede usted esperar que ella se convierta en una modesta muchacha cuando por toda su vida va a estar acostumbrada a exponer la mayor parte de su cuerpo a las miradas del público? En estos días la gente critica mucho los vestidos indecentes de mujeres y jovencitas, pero yo pienso que la persona más indecentemente vestida entre todas es la muchachita de seis a doce años de edad —gritó Anita con ojos que brillaban de mucha emoción.
—He oído un solo predicador hablar de este asunto. Los otros se ocupan en criticar la insuficiencia del vestido de señoritas y mujeres jóvenes. Pero este predicador dijo que el problema de vestirse indecentemente, que hay entre las mujeres adultas, comenzó desde su niñez; que él no se podía imaginar cómo sería posible producir una generación de mujeres decentes de tantas niñas medio desnudas. Y que cuando una madre sin pensarlo mucho, viste a sus hijas según las modas del día, ella misma hace del cuerpecito de sus hijas un blanco para los hombres malos, y esto desde los seis años de edad.
Hubo un gran silencio entre las dos mujeres. La señora Bernardo se había puesto seria y pensativa, y Anita ya se había calmado. Finalmente la joven dijo:
—Vendrá el tiempo cuando mi hijita conozca de alguien que su madre no fue siempre una buena persona. Pero por la gracia de Dios, ella nunca podrá decir que fui una madre descuidada, pues yo seré guardiana de su pureza, como la cosa más preciosa en el mundo, no sólo cuando ella llegue a ser jovencita, sino mientras es todavía niña. Y porque yo quiero que ella sea una niña modesta y virtuosa, no le pondré vestidos que le cubren sólo la mitad de su cuerpo.
—Creo que usted va a ser una buena y prudente madre —dijo la señora Bernardo— y no hay razón por la cual yo no pueda serlo también. Voy a salir por unos minutos a ver lo que las niñas están haciendo.
Ella se detuvo en la puerta y miró hacia atrás.
—Y mientras estoy afuera, usted puede comenzar a descoser las bastillas de esos vestidos. Las bajaremos para que por lo menos les cubran las rodillas —agregó.