Hemos estado examinando algunos atributos de Dios y nos damos cuenta de que nuestro concepto de Dios es sumamente importante. Esto influye en la reverencia y el respeto que tenemos por él. También nos enteramos de que es imposible conocer por completo a nuestro infinito Dios con nuestra mente finita y limitada. En esta edición de la Antorcha de la Verdad, queremos ver un atributo que el cristiano tiene en gran estima. A la vez, es quizá el atributo menos entendido y más abusado de todos. Dios es Dios de gracia. La gracia de Dios tiene varios aspectos, y con este artículo, queremos entender mejor esa gracia que él ofrece a sus seguidores.
La gracia es un maravilloso atributo de Dios y a la vez, un don de él. Para nosotros, es de inestimable valor. El que se beneficia de esta gracia, recibe nueva esperanza y vida. Si no fuera por la gracia de Dios, todos estaríamos atrapados en el fango del pecado sin la más mínima esperanza de hallar una salida. Por su gracia tenemos la oportunidad de recibir el perdón de pecados y ser restaurados a una relación con nuestro Creador. Ciertamente, es por la maravillosa gracia que tenemos vida y comunión con Dios. En realidad, no hay palabras humanas que la puedan describir. Sin duda, en este esfuerzo de hablar de la gracia de Dios, nos vemos muy limitados y faltos para exponerla debidamente. Sin embargo, queremos considerarla brevemente y exaltar a nuestro gran Dios por su maravillosa gracia infinita a través de este pequeño vistazo a él.
De todos los atributos de Dios, la gracia es uno de los que más ha sido mal interpretado entre el cristianismo desde los inicios de la iglesia. Ha sido un tema de mucha contención y confusión entre las iglesias cristianas. ¿Por qué tanta polémica sobre algo tan precioso y maravilloso como lo es la gracia?
Por lo general, asociamos la gracia con la era del Nuevo Testamento en contraste con la era de la ley bajo el antiguo pacto. Aunque hay cierta razón en esta manera de pensar, carece de una comprensión amplia de Dios y su trato con el hombre desde que lo creó hasta el día de hoy. Creo que la confusión con respecto al tema de la gracia se debe, en parte, a no entender bien la correlación entre los dos pactos.
La gracia de Dios está estrechamente vinculada a la benevolencia, el amor, y la misericordia de él. Es decir, cuando hablamos de la gracia, hablamos del favor de Dios para con los indignos; es su benevolencia para con los que no la merecen. La verdad es que ningún ser humano es digno de su benevolencia. “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). En Romanos 3:1-12, el apóstol Pablo nos explica claramente la condición del hombre: “No hay justo, ni aun uno… No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.”
La palabra “gracia” en el Nuevo Testamento viene de la palabra griega “charis”, y se destacan claramente dos aspectos en su definición.
Primeramente, es el don divino y espontáneo de Dios a favor de la salvación y restauración del pecador. Es un don gratuito, y totalmente inmerecido; es una iniciativa de parte de Dios a favor de los seres que él creó que se rebelaron contra él en desobediencia y pecado.
Por otra parte, la gracia divina tiene que ver con la influencia divina sobre el corazón y el resultado que produce en términos de una vida santa y victoriosa. Esta gracia en la vida del creyente también se refleja en la forma de gozo, paciencia, dominio propio, benignidad, y agradecimiento. Además, la gracia es el poder divino que Dios le concede a sus hijos para que vivan en santidad y obediencia a él. Es el poder de una continua transformación y santificación para el hijo de Dios. El apóstol Pablo declaró en Tito 2:11: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres”.
Este último uso de la palabra “gracia” en realidad no aparece en el Antiguo Testamento. Sin embargo, es muy evidente esa gracia de Dios desde el principio en el huerto de Edén. Fue la gracia de Dios, una provisión totalmente inmerecida, la que detuvo su mano de destruir a Adán y Eva cuando desobedecieron su mandato. Y vemos que la gracia de Dios sigue siendo manifestada en muchos otros casos durante la época del Antiguo Testamento en el trato de Dios con su pueblo. Dios, por su gracia no eliminó a toda la raza humana, sino que instruyó a Noé para que construyera un arca para preservar la vida de él y su familia. Incluso, fue la gracia de Dios que les dio más de 100 años a la gente de arrepentirse mientras Noé construía el arca y les predicaba lo por venir. Fue por la gracia de Dios que no destruyó a la gente que construía la torre de Babel en un desafío a la grandeza de Dios. Fue por su gracia que Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud bajo el faraón de Egipto. Cuando Dios introdujo la ley en el Monte Sinaí, fue por su gracia que reveló lo que él exigía para que el pueblo pudiera gozar de una relación con él. Hizo un pacto con un pueblo que no lo merecía. Esa ley fue la manifestación de su gracia para todas las generaciones hasta que vino Jesús. Así tuvieran en la mano lo que Dios exigía de su pueblo. Fue la gracia de Dios la que guio al pueblo de Israel a la tierra prometida, y fue su poder el que conquistó a las naciones de Canaán. Dios le dejó muy claro a su pueblo que las grandes obras que él había hecho a favor de ellos no tenían relación alguna con la justicia y santidad de ellos (Deuteronomio 9:3-6). No fue otra cosa que la obra de su gracia la que les dio la tierra prometida en heredad. Más bien, Dios acusó a Israel de ser un pueblo duro de cerviz y muy falto como para merecer su favor. Sí, fue por pura gracia que Dios se manifestara de esa manera.
La gracia de Dios también se manifestó de muchas maneras y en muchas ocasiones en el Nuevo Testamento. Pero la manifestación más grande y maravillosa de su gracia fue la de enviar su don inefable, Jesucristo. Fue el cumplimiento de su promesa que había dado desde el principio en el huerto de Edén.
El apóstol Juan describe la venida de Jesús de la siguiente manera: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). En el versículo 17 dice: “Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. Por medio de la ley, Dios le dio a conocer al pueblo su estándar de santidad. Pablo declaró que la ley fue santa, buena, y justa. Pero, no pudo transformar la vida de la persona a una nueva criatura. Por el contrario, la ley mostró que al hombre le es imposible alcanzar en su propia fuerza el estándar de santidad que Dios exigía de su pueblo. Con la gracia, Dios pone al alcance del hombre la posibilidad de restaurar su relación con él y alcanzar la santidad que Dios exige.
Recordemos que la gracia que Dios nos da es un don. “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efesios 4:7). La gracia no se consigue por precio; no se trata de una recompensa por alguna buena obra. Es un don, un regalo que Dios en su misericordia y amor quiso dar a todos los que creen en él. No lleva ningún costo que nosotros podamos pagar. No es un préstamo que exige pagos periódicos. Es gratis para el que lo recibe, aunque el costo ha sido sumamente caro para el que lo da.
La gracia nos salva. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). Aun el hecho de recibir la salvación es por el don de la gracia. No podemos ganarnos la salvación; es decir, no se logra con buenas obras. Sola mente se alcanza por medio de la gracia de Dios tras creer en la obra que Jesús hizo por nosotros. Verdaderamente, es un don de Dios. Sin embargo, esto no implica que la gracia de Dios para con el pecador sea incondicional. La Biblia enseña claramente que Dios extiende su gracia a todo ser humano pero que es por la decisión individual de cada persona si la recibe o no (Juan 1:12; 3:15-16).
La gracia es la esencia del Evangelio. El apóstol Pablo, en su testimonio delante de los ancianos de Éfeso, dice que no le interesa otra cosa “con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24). Para el apóstol Pablo, la gracia de Dios abarcaba lo que es el Evangelio, las buenas nuevas de Dios para todo ser humano. Fue por gracia que Dios nos dio a conocer las buenas nuevas. La gracia es la esencia del Evangelio.
La gracia nos da el poder para vencer el pecado. “Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros” (Santiago 4:6-8). La gracia de Dios no solamente nos ofrece la salvación; sino también el poder para vencer al diablo y las tentaciones. Nos da el poder para vivir en victoria en la vida cristiana. Es por su gracia que podemos vencer.
La gracia nos da ánimo y esperanza. “Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia, conforte vuestros corazones, y os confirme en toda buena palabra y obra” (2 Tesalonicenses 2:16-17). Aunque no lo merecemos, Dios, por medio de su gracia, nos ofrece la consolación eterna y la buena esperanza que tanto necesitamos.
La gracia nos justifica delante del Dios santo. “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24). Dios es santo y no tolera el pecado. Sin embargo, su gracia nos hace aceptos, nosotros que éramos enemigos de Dios: “Para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Por su gracia nos hace justos, cambiando el corazón malo por un corazón recto. Y la gracia de Dios nos proporciona el maravilloso regalo de una herencia eterna. “Para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:7).
La gracia es el poder que nos libra en los momentos difíciles de la vida. Dios nos ofrece ayuda y poder en los momentos difíciles de la vida. No los ofrece porque los merecemos. Es por su misericordia y su gracia que hallamos el socorro en el momento en que lo necesitamos. “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
Quizá la equivocación más grande con respecto a la gracia es la idea de que, ya que la gracia de Dios es gratuita y abundante, no es necesario preocuparnos por vivir una vida santa y obediente a Dios. Como alguien dijo: “Cuando al fin entendí lo que es la gracia, pude relajarme, y dejé de preocuparme tanto por mis faltas, porque, de todos modos, la gracia me cubre”. Pero ¿es ésa la gracia de la que nos habla la Biblia? ¿Es así la gracia de Dios?
El apóstol Pablo se refiere a esta pregunta en el capítulo seis de Romanos después del bello discurso sobre la gracia en el capítulo cinco. Él enfrenta el argumento que algunos proponían: Puesto que la gracia es gratis, y está disponible libremente para todo creyente, podemos vivir tal y como se nos antoje, y la gracia nos cubre. Más bien, cuanto más pequemos, más gracia recibimos. Pequemos, pues, para que abunde la gracia. A los que pensaban de este modo, Pablo les dice: “En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ... Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad … Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:1-14). Está muy claro; es absurdo creer que la gracia es una licencia para pecar. “En ninguna manera”, dice el apóstol Pablo. Por el contrario, la gracia nos libera del poder del pecado.
El apóstol Pablo, en Tito 2:11-13, también nos exhorta en cuanto a la gracia y lo que ella nos enseña: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. El apóstol Pablo deja el asunto de la gracia muy claro aquí. La gracia de Dios no es una licencia para hacer lo que nosotros queremos, sino el poder de Dios en nosotros para hacer lo bueno y lo que le agrada. Esta preciosa gracia que Dios nos da tan libremente nos enseña que debemos vivir de manera sobria, justa, y piadosa. Además, la gracia nos enseña a renunciar lo que le agrada a la carne y los deseos mundanos. Es decir, cuando recibimos la gracia de Dios, somos impulsados a vivir una vida santa. Además, la gracia nos proporciona las fuerzas para vivir en el poder divino. Es la vida de Cristo disponible para el creyente de forma activa.
En el año 1918, Haldo Lillenas escribió un bello himno titulado: “Maravillosa gracia”. A continuación aparece el coro del himno:
“Inefable es la divina gracia, Es inmensurable cual la mar,
Como clara fuente, siempre suficiente a los pecadores rescatar.
Perdonando todos mi pecados, Cristo me limpió de mi maldad;
Alabaré su dulce nombre por la eternidad.”
Otro canto que describe la gracia de Dios es el himno titulado: “Sublime gracia”, escrito por John Newton en el año 1772. Este himno da una clara y sencilla explicación sobre la maravillosa gracia de Dios.
“Sublime gracia del Señor,
A un infeliz salvó;
Fui ciego mas hoy miro yo,
Perdido y él me halló.
Su gracia me enseñó a temer;
Mis dudas ahuyentó.
Oh cuan precioso fue a mi ser,
Cuando él me transformó.
En los peligros o aflicción,
Que yo he tenido aquí;
Su gracia siempre me libró,
Y me guiará feliz.
Y cuando en Sion por siglos mil,
Brillando esté cual sol;
Yo cantaré por siempre allí,
Su amor que me salvó.”